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Sin embargo, todo ello no me era más enojoso y difícil que otros encargos que considerábamos más ridículos.

Vinieron a vivir con la familia unas sobrinas del director, dos alemanas tan feas y mal fachadas que solo podrían soportarse dentro de casa, donde podían ocultarse de la vista del público. Una de ellas era alta, por lo menos de dos metros, a lo que contribuía un largo y encorvado cuello, sobre el que culminaba una cabeza pequeña, con un semblante que excitaba la risa, y unos ojos pequeños y saltones, tras unas gafas extraordinariamente gruesas; parecía, realmente, una jirafa. La otra no era tan alta, un poco más gruesa, pero de una fealdad en fraternal competencia, hasta en lo grueso de los lentes, que tanto la acentuaba, completando su ridículo aspecto una indumentaria rarísima, tanto de factura como en los colores de las telas, llamando la atención del más despreocupado en aquellas calles madrileñas, en las que, pronto, constituyeron el hazmerreír de cuantos tropezaban con ellas.


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