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Estando, otra vez, de temporada veraniega en El Escorial, un día de San Lorenzo, patrono del pueblo, ambas hermanas decidieron ir a los alrededores del célebre monasterio, ocupados por una gran multitud de romeros casi en su totalidad madrileños. Como siempre, la víctima de su compañía había de ser yo, bajo mandato, naturalmente, misión que cumplí desde el pueblo, durante el kilómetro y medio que le separa hasta el monasterio. Llevaban unos vestidos llamativos, por lo raros y mal confeccionados. Pero aquel día se les ocurrió comprarse unos sombreros de paja ordinaria de alas anchísimas, que solo usan los segadores para defenderse del sol. Los «adornaron» con un amplia banda de tul blanco colgando por detrás en un gran lazo, cuyas puntas caían sobre sus espaldas. Iban, las pobres, matadoras y bien ajenas a lo que les iba a ocurrir. En cuanto nos metimos entre la multitud, ellas delante y yo detrás, a respetable distancia, se armó una verdadera revolución, sobre todo por la inestabilidad de los célebres sombreros, hasta el extremo de costarles verdadero trabajo salir de aquel atolladero y emprender la huida, retornando al pueblo, a paso acelerado, sin que yo pudiera entender sus coléricas censuras, porque las proferían en alemán.


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