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Esa confraternidad creó entre nosotros estrechos lazos de integridad cuya fuerza ha resistido los años, las ausencias y los azares de la vida, tratándonos como iguales en el orden social, a pesar de estar representadas entre nosotros todas las categorías, desde la del opulento aristócrata, hasta el modesto estudiante que, con su diario trabajo, sostenía su carrera y su vida, ayudado por sus familiares, o de los pobres como yo, humildemente vestidos y agobiados de privaciones.

Todos, como digo, éramos iguales en nuestro diario trato, aunque, tácitamente, reconocíamos la superioridad de los mejor dotados o de mayor aplicación. Más de una vez algún compañero, título de Castilla, como el conde de Cerrajería, al salir de clase nos invitaba a llevarnos a casa en su magnífico landeau, tirado por dos magníficos caballos y servido por un cochero y un lacayo uniformados con tal diferencia que, al lado de nuestra modesta indumentaria, parecían potentados señores. Sin embargo, nos abrían la puerta del carruaje, chistera en mano, cuando entrábamos o salíamos de él.


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