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No olvidaré nunca la pesada losa que gravitaba sobre mí, de aquellas desgraciadas que, después de no tener que agradecer nada a la naturaleza, recargaban su fealdad con sus ridículas rarezas, que, además, irradiaban sobre los que, obligatoriamente, habíamos de acompañarlas.
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Realmente, la vida universitaria representa para el estudiante del bachillerato que ha cursado en el instituto, año tras año, esta etapa de la enseñanza, a pesar de su entrenamiento preuniversitario, una verdadera novedad, y mucho más para mí y para los que jamás habíamos respirado el ambiente de libertad personal, respetada por profesores y bedeles, sino, por el contrario, cuando la vida anterior, como la mía, había tenido el carácter de reclusión y aislamientos, vigilados y duros.
Yo era casi un niño, el verdadero benjamín de mi curso, y, hasta de la universidad, destaque conservado en mí tanto en mi profesión de bibliotecario como al ingresar en el escalafón de catedráticos, pues fui el más joven en ambos escalafones. Los primeros días de clase quedaba deslumbrado ante la alegre algarada de mis nuevos compañeros de estudios, procedentes de todas las regiones de España que, con los madrileños, desde los primeros días en los que espontáneamente hacíamos nuestras mutuas presentaciones, formamos una compacta y fraternal piña, tanto de apoyo como de caballeroso y leal compañerismo, de tal suerte que cuando surgía algún incidente lo vetábamos en un ambiente de convicción, reforzado por una actitud resuelta por parte de todos.