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Cuando, en el curso de la vida y a través de los años, nos hemos tropezado, nos tratamos con la misma camaradería y fraternidad y el mismo cariño que cuando discurríamos por los claustros de nuestra inolvidable universidad, en los que pasamos los días más felices de nuestra juventud, sobre todo yo, que no había salido de las ternuras propias de la infancia, desde la separación de mi madre.
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A los pocos días de la terminación de mi bachillerato y ante la premiosa inauguración del curso, el director, señor Fliedner, me reclamó a su casa, instalándome en la habitación que ya ocupaba Federico, cuyo mobiliario era extremadamente sencillo: dos camas, bastante deficientes, una mesita de trabajo, dos mesillas de noche, unas perchas y dos sillas. La habitación era espaciosa, con una gran ventana que daba a un patio interior.
La nueva vida para mí se caracterizaba por el isocronismo y la exactitud de las horas en que nos reuníamos en el comedor. A las siete de la mañana, lo mismo en invierno que en verano, consumíamos nuestro frugal desayuno, consistente en dos tazas de café con leche, que nos servía a todos doña Juana, la esposa del director, y unas rebanadas de pan, a las que, furtivamente, atrevidamente, untábamos ligeramente de la mantequilla o de melaza, cuya compra nos encargaban.