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Y ese fue mi martirio durante el tiempo que duró mi carrera, porque siempre que salían de casa requerían la compañía de uno de nosotros, o, mejor, la mía, puesto que para esos menesteres nunca aparecía Federico, quien, en cambio, se dio maña para fumar a costa de ellas, muy agradecidas al tropezar con un hombre que las entretenía con sus chistes; eso sí, dentro de casa.
Nadie puede apreciar mi sufrimiento cuando tenía que acompañarlas por la calle, donde todo el mundo nos miraba con verdadero espanto y hacían comentarios graciosísimos que, felizmente, ellas no entendían, procurando yo, sin que ellas se dieran cuenta, acompañarlas pero nunca yendo a su lado, sino delante o detrás.
Recuerdo que, una vez, íbamos por la calle Ancha de San Bernardo, donde está la universidad,29 cuya fachada entera habíamos de recorrer fatalmente. Dándome cuenta de lo que fatalmente también iba a suceder las dejé, con el mayor disimulo, que siguieran adelante, hasta que yo las alcanzara, pretextando que se me había desatado una correa del zapato, pudiendo observar desde respetable distancia su paso por la puerta de la universidad, llena de estudiantes que, ante su presencia, como era natural, armaron un alboroto de padre y muy señor mío. Unos se abrían de capa ante ellas, como si se tratara de dos vacas bravías, simulando, otros, la suerte de banderillas, con una de gritos y risotadas que terminaron cuando hubieron traspuesto la calle de los Reyes, en donde me incorporé a ellas, haciéndome de nuevas ante sus justificadas censuras sobre lo ocurrido. Pero yo evité ante mis compañeros el ridículo de mi acompañamiento forzado, y para mí siempre trágico, por mi calidad de hombre, que me ponía en una situación violenta, pues, al fin y al cabo, iba acompañando a unas señoritas.