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En cierta medida, podemos decir que el mito del 17 de Octubre constituye y complementa al relato mítico de los hijos de Fierro, que se dispersaron a los cuatro puntos cardinales, llevando a cuestas el sentido de libertad, nacionalidad y dignidad, y que vuelven a confluir en la Plaza, en tanto centro del poder nacional. Los hijos de Fierro finalmente dejan de huir para hacerse cargo de la situación. Su antagonista sigue siendo la oligarquía que se apropió del Estado e impulsó desde allí la matanza de los gauchos y los pueblos originarios para apoderarse de la tierra como fuente de riqueza relacionada con la producción para el extranjero. Con la irrupción obrera en la Plaza se rompe la cajita de cristal de la ciudad blanca construida por esa oligarquía que le dio forma, a imagen y semejanza de Europa, y cruzada por sus propios intereses.

Hay también, en este mito fundante, la contradicción y el juego entre el hedor y la pulcritud como categorías propias de Rodolfo Kusch. El peronismo, en este plano, es —sin duda— la encarnación de lo Otro, la corporización concreta del hedor americano. Pero hay algo de este bañarse en las aguas cristalinas de la fuente, de la ciudad blanca, de la pureza, que es una concesión a la pulcritud. El peronismo no se restringe a esa encarnación del hedor, sino también de esa necesidad de lavarse las patas en la fuente. Por cierto, nunca lo hace desde los buenos modales. Estos parecen ser siempre ajenos al peronismo. Aun cuando muchas veces los practica, parecen impostados, forzados. Así pasa cuando se apega a un estricto institucionalismo. Sin embargo, el peronismo siempre está tratando de dar la prueba de la pulcritud. Aunque sus manchas de grasa sean indelebles, y no puedan ser borradas con nada.

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