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Sin embargo, hay que decir que esta incursión no fue un saqueo de respuesta al prolongado despojo, como perfectamente podría haber sido. Tampoco es una invasión anárquica, de zombies deambulantes, como los imaginan los vecinos de los barrios opulentos. Y aunque se hayan paseado por las aristocráticas calles de Barrio Note, tiene finalmente un horizonte concreto: la Plaza. Hacia allí se dirigen las masas incontrolables pero dotadas de sentido. Los grasas, los cabecitas, los descamisados, con sus patas en la fuente del privilegio de la oligarquía vendepatria, a su vez se convierten, se empoderan, se hacen dueños de la Plaza, es decir, del centro del poder.

La Plaza, como hemos dicho, es el núcleo simbólico del poder en nuestra tierra. Allí se libraron combates por la reconquista frente a la invasión inglesa. Su espacio fue el escenario en el cual los chisperos de French y Beruti amedrentaron a los partidarios del virrey en mayo de 1810, para hacer factible la revolución. Fue allí también donde los caudillos cansados de la prepotencia porteña ataron sus monturas en abierto desafío. Fue el escenario de los primeros bombos utilizados por la chusma yrigoyenista. Todo transcurrió frente a su escenografía dominada, por un lado, por el Cabildo, que con cada modificación arquitectónica era menos fiel a sí mismo. Y, por el otro, por la Casa Rosada. El gran símbolo del poder de la Argentina oligárquica constructora del Estado moderno. Según el relato de la historia oficial, el color rosado se debe a Sarmiento, en su deseo de representar simbólicamente la fusión de los partidos que protagonizaron las cruentas guerras civiles de principios del siglo XIX. Se trataría entonces de una mezcla entre el rojo de los federales y el blanco, supuestamente usado por los unitarios. Pero, pequeño detalle, el color propio de los unitarios no fue el blanco sino el celeste. Con lo cual se cae todo ese relato construido ad hoc. El color rosado, en realidad, proviene de la mezcla entre la pintura a la cal y la sangre de vaca. Hay aquí todo un símbolo de la oligarquía terrateniente y la base bovina de sustentación de su riqueza. Es un color fundado en este modelo agropecuario exportador, es el color de la sangre del poder real.

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