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Ahora bien, esta experiencia del mal constituye ella misma un mal: la tristeza es una emoción que hace daño. Y he aquí una nueva paradoja: una buena resonancia subjetiva produce mal. El dolor es un ejemplo elocuente. A menudo se lo ha comparado con un sistema de alarma. Como cualquier sistema de alarma, es bueno y beneficioso: avisa a la conciencia de la presencia de un mal real. Hasta que Juan no experimentó un dolor en el estómago no fue a la consulta del médico. De modo semejante, la tristeza revela un vacío objetivo en la propia vida. La pena compartida, signo de compasión, es testigo de empatía hacia un amigo. El remordimiento señala un desorden en mi acción, y la desesperación es el indicio de que el hombre está destinado a una felicidad infinita. Ciertamente, todas estas señales pueden enturbiarse, desbordarse, ocultar la realidad en lugar de señalarla; pueden exagerarla, minimizar su importancia, pero ningún mal funcionamiento se opone a la señal de alarma: no reclama su eliminación, sino que requiere una «reparación», un reequilibrado, un mejor ajuste, en ningún caso una deconstrucción de la afectividad.

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