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Tal resonancia subjetiva nos informa menos sobre la objetividad del mal que sobre el valor que para nosotros tiene un suceso: llorar la desaparición de un amigo no nos hace tanto conocer la muerte cuanto la importancia que tiene el afecto que le tenemos a la persona querida. Podemos estar atormentados por la inquietud cuando no pasa nada peligroso, mientras miles de personas mueren en el mundo sin que nosotros lo sepamos y, más aún, sin que ello nos afecte.
Este polo subjetivo de experiencia tiene un nombre: es la desgracia. No se identifica ni con el mal ni con el mero conocimiento del mal: leer este libro, saber lo que han dicho algunos filósofos no hace a uno infeliz. Un buen diagnóstico no es una desgracia; llega a serlo en cuanto me concierne y afecta, o toca a alguien cercano. Cuánta gente lo ha vivido de esta forma: cuando, a continuación de unos exámenes médicos, el médico anunció a mi amigo que estaba afectado por un cáncer de ganglios linfáticos, por más que fuera un diagnóstico bien hecho, éste sintió que el mundo se tambaleaba a su alrededor. Cuando salió del consultorio y se encontró en la calle, tuvo la sensación opresiva de que el aire se había enrarecido, la respiración se le acortó, los transeúntes no eran más que fantasmas, el saludo a distancia de un conocido sonó como un sueño. Se sintió angustiado. Esto es la desgracia. Imaginemos que, por casualidad, el diagnóstico fuese erróneo y que el laboratorio se hubiese equivocado (esto es lo que, de hecho, todos comenzamos a esperar durante la importante fase de negación1 ), no por ello mi amigo habría dejado de vivir la misma experiencia. Percibimos, por lo tanto, la relativa independencia entre los dos polos, el objetivo y el subjetivo.