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El médico que hace un buen diagnóstico no llora por él; al contrario, puede estar orgulloso de su trabajo. Si sufre por él, no es en razón del diagnóstico sino por empatía con el paciente. Algunos incluso dirán que, para resistir en este oficio-vocación, el profesional de la salud debe «protegerse», lo cual sería una garantía de lucidez, de eficacia y, por lo tanto, de amor hacia las personas.

Seguir un reportaje sobre un drama todavía no es sufrir por el suceso. Y existen las actitudes compasivas de superficie, que proceden más bien de la autosatisfacción que se excusa de no hacer nada. Más aún, en lugar de sufrir por él, sucede que uno se satisface con él, si no de la desgracia de los demás, al menos por el espectáculo ofrecido como si fuera un show.

Las imágenes del atentado contra las torres gemelas de Nueva York, el 11 de septiembre de 2001, se repitieron continuamente y se vuelven a emitir cada aniversario. Puede haber una forma no confesada de «deleite» en este «espectáculo», no en razón del sufrimiento de los demás, sino porque las imágenes no hacen daño: fueron buenas tomas. Y se podía ver el avión estrellarse contra la segunda torre gemela, personas desesperadas arrojándose por ventanas de un piso más allá del cien. Los telespectadores del mundo entero permanecieron pegados a su pantalla. Probablemente no padecieron por ello el menor sufrimiento. Más bien una extraña satisfacción, al menos la de no tener a ningún familiar involucrado en el atentado. No es el mal lo que fascinaba, sino el «buen espectáculo». Lo mismo ocurre con los chismes del vecindario que difunden malas noticias: «¿Sabes de lo que me he enterado? Pues que el vecino del cuarto, ...» o «el inquilino de la planta baja ...». Una vez más, la noticia no es un mal, sino información supuestamente cierta, que se difunde. No hace daño. Al contrario.

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