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Aquí nos encontramos en la categoría de la experiencia del mal, de la reacción subjetiva, de la desgracia o del sufrimiento. Filósofos, pastores, sacerdotes y psicólogos han insistido desde hace mucho tiempo en que estas reacciones son legítimas y normales. Mientras no se vuelva algo patológico, un duelo causa profunda tristeza.
Es por eso que, por el contrario, un estudiante de medicina puede conocer muy bien las enfermedades sin haberlas padecido. ¡Sería un error sostener que solo aquellos que experimentan situaciones dolorosas están legitimados para hablar de ellas! Sería absolutamente ridículo exigir que un médico haya sufrido previamente las enfermedades que trata en sus pacientes. (Es interesante notar que un médico puede ser un mal consejero cuando sufre una patología, que no dejando de diagnosticarlo en otros, se le hará difícil detectar en sí mismo). Yo puedo tener una opinión sobre la liberalización de las drogas sin haber sido drogodependiente. Puedo hablar sobre la guerra sin haber sufrido sus tormentos. O como alguien dijo con una gravedad ciertamente ligera: «¡Reclamo el derecho a hablar sobre el suicidio antes de experimentarlo!» De ahí la confusión que casi roza la censura, cuando alguien trata de desacreditar las palabras de su interlocutor con el argumento de que «no está en el ajo», de que «no sabe de qué está hablando porque no está metido en ello», en resumen, que no sufre por el objeto del debate.