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De ahí la importancia capital, no solo de la precisión del diagnóstico, sino de la manera en que un médico lo anuncia al paciente. La mayoría de las veces, especialmente cuando hay una larga experiencia, se hace como debe hacerse. Pero siempre hay algunos que, brutos y descorteses, «arrojan» el diagnóstico a la cara de la gente: son malos médicos, sea cual sea su competencia técnica. A la inversa, los hay que tienen miedo de anunciarlo y descargan la responsabilidad en el personal sanitario, o se esconden detrás de cartas o, peor aún, de correos electrónicos. (Este defecto se encuentra menos en la medicina que en algunos empresarios, pomposamente proclamados CEO, que comunican despidos por vía escrita a dos firmas). También en este caso se trata de malos médicos (o de malos empresarios), porque les falta coraje.

Solo la experiencia acompañada de un sentido de humanidad hace comprender que, si nunca se puede mentir acerca de un diagnóstico, se trata del deber moral de decir la verdad, pero no decirla más que cuando es necesario, como es necesario, a quien es necesario, y de la manera más conveniente. Quizás convenga esperar primero a que el paciente se recupere del shock de la operación, quizás sea mejor implicar a los familiares, asegurarse de que todos lo escuchen, repetirlo varias veces. La empatía y la delicadeza, el respeto de las reglas formales, la inventiva, pero también y especialmente el tomarse el tiempo necesario, son indispensables. Conozco a un médico que cuando transmite al paciente el resultado de un análisis, aunque sea bueno, cambia su tono, adopta una especie de postura solemne y comienza a hablar invariablemente con una fórmula del tipo: «Bueno, Sr. García, ¡el resultado del electrocardiograma es perfecto!» Se protege a sí mismo con esta presentación y, de paso, protege la afectividad del paciente: él ha pasado suavemente del tiempo de la conversación al anuncio del diagnóstico.

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