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Lo mismo ocurre con la información periodística. Bien realizado, el reportaje es una cosa, como también una buena emisión. Imaginamos entonces que las imágenes de un atentado son el mal esparcido ante nuestros ojos. Sin embargo, la ilusión nos ha vuelto a atrapar: la muestra de ello está en que si, no teniendo otra salida, la brigada antiterrorista mata a un malhechor, lo vemos bien. Y la multitud exclama: «¡Afortunadamente! Han hecho bien.» Y, sin embargo, se trata también de una muerte, es decir, de una privación de vida, de un mal, incluso si es un mal menor justificado moralmente por la legítima defensa. En ambos casos, en el de la víctima y en el del terrorista, las imágenes o la información transmitida son las mismas. Una vez más, la ilusión lleva a confundir el mal con el conocimiento del mal.
Lo mismo ocurre con este libro sobre el mal. Lo que tiene el lector en sus manos no puede ser un mal: es un producto puesto en el mercado, que se compra, se ve, se toca e incluso se lee. Ha de tener palabras alineadas y conceptos elaborados para que tenga sentido. Necesariamente, ellos atribuyen esencia a aquello de lo que tratan: hablar del mal es cosificarlo para que pueda convertirse en el objeto de un discurso coherente y ordenado. Hablar del mal es ordenar el desorden, estructurar la no-estructura, cosificar aquello que no lo es, hacer ser lo que no tiene ser. He aquí, por cierto, una señal reveladora: cuanto más «fácil» sea el discurso sobre el mal, es decir, libre de una gravedad demasiado pesada, más se hablará de él y más se hallará por ello velado, escondido, transformado, quizá mistificado. Todo discurso sobre el mal traiciona sus rasgos dominantes, ya que estos rasgos no existen. Por ello, El espíritu deberá estar atento y rectificar a cada paso, a cada página, a cada línea, la inevitable ilusión. Deberá obligarse a entender en qué el mal no es en el mismo momento en que uno dice lo que es, no mirar con la menor complacencia estas imágenes de desolación, no encontrar placer al verlas, no estar viéndolas continuamente, no decirse cosas tales como «afortunadamente que no estábamos allí» mientras se bebe a sorbos un zumo de naranja frente a la pantalla del televisor. Uno empieza entonces a escapar de la ilusión.