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El resto de este libro apenas volverá sobre este segundo campo del mal, a saber, «el conocimiento del mal», ya que son los otros dos polos los que retendrán la atención de nuestro análisis. Ello no impide que el conocimiento del mal, bajo cualquiera de sus formas, sea necesario para que uno pueda experimentarlo, hacer de él experiencia, y por ello sufrir por él y llegar a ser desgraciado. Y por ello se adivina hasta qué punto una correcta apreciación del mal es decisiva, puesto que condiciona la reacción afectiva que le sigue. Si el diagnóstico es incorrecto y el médico o el laboratorio no han detectado ninguna enfermedad, el paciente estará tranquilo y feliz, pero a costa de una mentira. Por el contrario, un reportaje escandalosamente emocional desencadenará una ola de solidaridad en el mundo, pero a costa de una inadecuación de los medios de socorro a llevar al lugar, o del desprecio de otras situaciones tan urgentes pero menos cubiertas por los medios de comunicación: recuerdo que un terremoto en San Francisco, habiendo ocasionado únicamente daños materiales, despertó más emoción y movilizó más energía que el que acababa de abatirse sobre Mongolia dejando tras de sí un cortejo de víctimas mortales. Los terribles atentados en nuestras grandes metrópolis suscitan más indignación y movilizan más a la opinión pública que los cientos de cristianos coptos asesinados en Egipto. La percepción del mal se encuentra, por lo tanto, en la bisagra entre el polo objetivo y el polo subjetivo. Pero conocer el mal no es aún sufrirlo.