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Por otro lado, ¿qué son para mí Tristán e Isolda, qué representa para mí esa historia que les sucede y que contribuye al argumento de la ópera? Hay que introducir aquí una distinción: si se trata de la historia tal como la resume el programa, no es desde luego el objeto estético; ya la conocemos antes de asistir la representación y, sin embargo, nos queda aún todo por conocer. Esta historia puede tener ciertas virtudes intrínsecas gracias a las cuales se presta más o menos a un tratamiento artístico: el aura de la leyenda, la simplicidad homérica del relato, la pureza violenta de las pasiones confiere al argumento un carácter a la vez dramático y poético, presto a solicitar la cooperación del genio del compositor. Pero estas cualidades estéticas solo son virtuales en el tema y únicamente en la obra acabada es cuando se actualizan; sin ello la historia no sería más que un mero hecho sin relevancia. Así pues, es la historia, tal como se presenta ante nosotros, y si tenemos cuidado de no perdernos nada, lo que puede facilitarnos el objeto estético, que seguiremos con toda nuestra atención. ¿Y cómo puede ser esto? Seguimos a Tristán e Isolda por medio de los actores, pero no nos dejamos engañar: no llamamos al médico cuando vemos a Tristán yaciente en su lecho, sabemos que es un ser de leyenda tan fabuloso como el centauro. Además, las percepciones marginales no cesan de recordarnos que estamos en el teatro y que asumimos el papel de espectadores. Así, Tristán e Isolda, como Husserl dice respecto del Caballero y de la Muerte que contempla en un grabado de Durero, no son más que «pintados» y constituyen un «simple retrato». Por ello quizá aceptamos lo inverosímil: por ejemplo, que Tristán, muriéndose, tenga todavía tanta voz como para cantar, que un pastor sea tan buen músico o que los actores lleven vestidos y muestren gestos tan convencionales. El sentido de la obra no se ve afectado por todo ello. En igual medida aceptamos que el libreto retoque la leyenda, en el caso en que esta esté ya codificada, al igual que Corneille se toma libertades con la historia: no somos niños que no quieren que ni una palabra se cambie en el cuento que se les relee, ya que ellos no adoptan aún la actitud estética y se interesan más en la cosa dicha, de la que no quieren perderse nada, que en la manera en que es narrada; existe efectivamente una verdad de la ópera, mas no está simplemente en la historia, sino en la palabra y en la música en que se diluye. Si Isolda no fuese verdadera, no lo sería ante la historia sino ante su misma verdad que la obra tiene la misión de revelar y de fijar y que solo puede ser expresada a través de la música: si Wagner pecase sería contra la música. Así, si no nos dejamos engañar ante lo real –los actores, el decorado, la misma sala– tampoco lo hacemos ante lo irreal: el objeto representado. Este irreal también queda neutralizado. Es decir que no nos enfrentamos a él como algo meramente irreal,2 osaríamos casi decir (¿y no se dice respecto al sueño?): es un irreal que no es completamente irreal. Y de ahí que la imaginación pueda ser también participación: ya que si no estamos tan embargados como para llamar al médico para que cure a Tristán, sí que lo estamos como para conmovernos, temer, esperar, vivir, de alguna manera, con él; solo los sentimientos experimentados no son completamente reales en la medida que son platónicos, inactivos; se les experimenta como si no estuviésemos invadidos por ellos, y un poco como si no fuésemos nosotros quienes los experimentamos y en nuestro lugar hubiese una especie de delegado de la humanidad, un ego impersonal encargado de las emociones ejemplares cuyos rumores se diluyen rápidamente, sin dejar huella (los sentimientos más profundamente experimentados, ya lo veremos, proceden de otras zonas: de lo más profundo del objeto). Casi todo ocurre como si, durante la representación, lo real y lo irreal se balancearan y se neutralizaran, como si la neutralización no procediese de nosotros sino de los objetos mismos: lo que sucede en el escenario nos invita a neutralizar lo que ocurre en la sala, e inversamente; Y por otra parte, en el mismo escenario, la historia que se narra nos invita a neutralizar a los actores, e inversamente: no ponemos lo real como real porque existe también lo irreal que este real designa, y no ponemos lo irreal ya como irreal porque existe lo real que ponemos y sostiene este irreal.

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