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Vamos primero a examinar un poco más de cerca las dos condiciones que permiten al objeto estético su aparecer: de un lado, que la obra esté plenamente presente, es decir, al menos para cierto tipo de artes, y en un sentido más general, que la obra se ejecute, y, por otro lado, que un espectador esté presente y, mejor que un mero espectador, un público.

1. Algo distinto sería si se tratara de teatro, donde la representación se asocia más estrechamente a la voz: las palabras aquí no están mediatizadas por el canto, en el que acaban por perderse, las palabras reinan en el teatro con pleno dominio y es necesario que toda la música coopere para llevarlas a su más alto punto de presencia y expresión, a la vez que se subrayan todas las inflexiones de su sentido. También el actor debe asemejarse al personaje que encarna. Por otra parte, en la ópera, el parecido y la interpretación, aunque sean menos necesarios y a veces imposibles (ciertas melodías no pueden cantarse si a la vez se está interpretando; ¿y qué interpretar cuando se canta?) no por ello son desdeñables y de hecho pueden ayudar a explicitar la música: el hechizo de una tal colaboración se reveló a los parisienses en la admirable representación de El rapto del serallo que realizó, hace algunos años, la Ópera de Viena.

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