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Si la obra se distingue del objeto estético, sin que por ello deba entenderse descalificación alguna, es más bien debido a un pensamiento inteligente y atento, que se interroga acerca de la naturaleza de la obra, antes que a la fruición de su presencia. La obra se define menos en relación a la contemplación del espectador que en conexión al hacer del artista o al saber del crítico, como un producto o como un problema. Está ligada a la reflexión, a la del artista que la juzga a medida que la va creando, a la del espectador que busca de dónde proviene, cómo está hecha y qué efecto produce. Solo cuando el espectador decide entregarse a la obra mediante una percepción, que se limita a ser solo percepción, entonces la obra se le aparece como objeto estético5 ya que el objeto estético no es otra cosa que la obra de arte percibida, y precisamente de un objeto que no exige más que ser percibido. La distinción entre la obra y el objeto estético no podría ser tajante más que para una psicología que subordinase radicalmente al ser del objeto a la conciencia, que hiciera del objeto estético una simple representación, y de la obra, por el contrario, una cosa. Pero la experiencia estética, que es una experiencia perceptiva, impone la evidencia de que lo percibido no es solo lo representado y que el objeto siempre es algo ya constituido: en consecuencia, el objeto estético remite a la obra y es inseparable de ella. Por eso las descripciones que van a seguir conciernen a la vez a la obra de arte y al objeto estético; apuntan a la obra en tanto que tiene su fin en el objeto estético y solo se puede comprender por él.6

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