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Partimos, pues, de la obra de arte, que considerábamos inmediatamente dada e identificable, para alcanzar el objeto estético; y es precisamente el objeto estético lo que más fácilmente constatamos (aunque haya que aclarar diversos problemas, comenzando por el de su ser), mientras que la obra de arte, como realidad empírica en el mundo cultural, parece esconderse cuando nos preguntamos por su ser. Esto significa que obra de arte y objeto estético se remiten mutuamente y se comprende entre sí, el uno por el otro. Pues la ejecución, que es la presentación de la obra, es al mismo tiempo el medio por el cual la obra llega a ser objeto estético, y es precisamente en ese momento (cuando se da el objeto estético) cuando la obra de arte es verdaderamente obra de arte. Pero hay otra condición, independiente de la ejecución, en el acontecimiento del objeto estético: la percepción que lo reconoce como tal. Ya que puede ocurrir que el objeto estético se esfume: lo que sucedería si, en la ópera, estuviésemos solo atentos a la manera en que se ejecuta la obra o cómo está compuesta, o si estamos tan pendientes de los encantos de nuestra vecina o de nuestros propios ensueños, que la ópera ya no es para nosotros más que una tela de fondo sonora, o incluso algo inoportuno. Estaremos, sí, ante la obra, pero sería absurdo seguir considerándola como el correlato de una percepción distraída o torpe; pues precisamente la obra pierde su sentido cuando se desconoce o ignora el objeto estético al que puede dar lugar.

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