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Juan tenía una constitución semejante a la de su padre, ambos eran altos y excesivamente delgados, aunque la delgadez era más llamativa en el caso del hijo por tener una estatura superior a la de su progenitor. Alejandro tenía el cabello totalmente blanco mientras que Juan lo tenía castaño, el mismo color que mostraban los ojos de ambos. Observaban el paisaje distraídamente cuando les salió al paso el guardés de la finca.
– Buenos días, se puede saber dónde van ustedes – les interpeló el guardés con rudeza como a cualquiera que hubiera invadido una propiedad privada.
– Buenos días Amalio, ¿tanto he cambiado que ya no me reconoces? – respondió con amabilidad Alejandro deteniéndose frente al guardés y posando la mano sobre el hombro de su hijo.
– ¡Uy! Perdone doctor Ibarra, es que cada día ando peor de la vista y además al verle con este joven…- dijo haciendo una pausa mientras observaba a Juan -, hay que ver Juanito, si hace unos días no levantabas un palmo del suelo y ya eres más alto que tu padre.