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Una vez que dieron cuenta de sus respectivos bocadillos y tras compartir un último trago de vino, continuaron con su rutina para pacientemente incrementar el número de piezas conseguidas.

Cuando el sol lucía en lo más alto y con sus respectivas cestas llenas de carpas, la pareja de pescadores recogió sus aparejos y con la sensación de haber gozado de una estupenda jornada matutina de pesca, se dirigieron hacia la casa grande de la finca.

Se aproximaban el doctor Alejandro Ibarra y su hijo Juan a la vetusta construcción, cuando bajo el umbral de la puerta apareció una mujer de una edad que debía rondar el medio siglo, elegantemente vestida con blusa blanca y pantalón de color pardo ajustado, que resaltaba una sensual figura que había conservado desde su juventud. Completaban el conjunto unas botas camperas y un pañuelo anudado alrededor de un esbelto cuello sobre el que descansaba la cara de una mujer madura sin apenas arrugas y con media melena perfectamente peinada.

– Mercedes, no se como lo haces pero no pasan los años por ti – dijo el doctor besando la mano de la dama en un derroche de galantería.


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