Читать книгу Cuarenta años y un día. Antes y después del 20-N онлайн

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La «Operación Lucero» ya se había puesto en marcha para controlar ese momento tan temido del fallecimiento y la cuestión de la última imagen se había planteado para que la muerte del dictador quedara asociada a una imagen apacible que constituyera un recuerdo para la eternidad. Antonio Piga, un joven médico forense, había sido contactado para poder, llegado el momento, embalsamarlo rápidamente con el fin de poder exponer el cuerpo,ssss1 a partir de la madrugada del 21 de noviembre, en el Salón de Columnas del Palacio Real de Madrid. Lejos de la realidad cruda del último parte médico, la última imagen de Franco, después de una larga elipsis, se reanudaba con un principio de desmaterialización destinado a borrar su condición «natural» para poner de realce el «cuerpo político». Las cámaras fotográficas o cinematográficas pudieron entonces elaborar el «último retrato» del Caudillo en una tradición decimonónica,ssss1 pero cuyo paradigma se fundamentaba en el concepto medieval de la belle mort en el que «el lecho de los muertos se suele arreglar para figurar una digna exposición y borrar las huellas de la agonía: el último retrato está autorizado cuando todo está en orden. Pues está conforme con la visión permitida al público, a menudo arreglada por el mismo muerto. [...] La muerte tiene que ser hermosa».ssss1 Fue la imagen apacible de un Caudillo reposando en un lujoso féretro, cuidadosamente embalsamado por Antonio Piga y vestido con su uniforme de capitán de los ejércitos, la que se quiso asociar oficialmente con la muerte del dictador, para que quedara grabada para la eternidad en las retinas de los españoles.

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