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Por lo tanto, lograba darle alivio al paciente primero por su reputada capacidad de diagnóstico, y luego por el hecho de que casi siempre encontraba la forma más natural para lograr la cura. Era capaz de determinar si la enfermedad era crónica, pasajera o terminal. Se movía entre su consulta, el hospital y su casa. Caminaba con su maletín tipo acordeón (clásico de un médico de la época) por las calles; por su altura y corpulencia era imposible no verlo. Debió haber sido una figura muy imponente en la ciudad. Conocido por todos, era saludado con gran admiración y respetado en las tiendas, en las plazas y en general donde circulaba por las calles y pasajes, lo hacía bajo una rutina muy segura, rápida y sistemática.

Esa vocación por participar muy socialmente lo hacía más parecido a un político que a un médico local. Estaba en contacto con clérigos, la aristocracia y los ciudadanos. Las visitas a sus enfermos eran periódicas, les dedicaba el tiempo necesario según la gravedad de su enfermedad, especialmente cuando lo hacía a domicilio durante un post operatorio. Además, se hacía un tiempo libre para visitar a su mejor amigo, el reverendo John Walker, profesor de Historia Natural de la universidad de Edimburgo, quien también durante su carrera universitaria se había convertido en químico, botánico y geólogo

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