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Las leyes formales, por el contrario, no contienen verdaderas normas, sino mandatos políticos concretos que en rigor podrían considerarse comprendidos en la función ejecutiva en sentido material, o que vienen precisamente a autorizar el ejercicio de funciones de carácter ejecutivo. El legislador no tiene límites a la regulación bajo forma de ley en las materias que son competencia del Estado, salvo en las Constituciones en que se establecen de forma expresa reservas en favor del Ejecutivo (como la reserva reglamentaria en la Constitución francesa) y sus únicos límites resultan del respeto a lo establecido en la Constitución. El legislador atrae para sí la decisión de un supuesto, dotándola de la fuerza de la ley, por lo que trasciende del ámbito de los simples actos, insertando la regulación del caso que abordan en el ordenamiento jurídico con fuerza de ley, por lo que pueden sobreponerse, para el supuesto que regulan, a normas de igual o menor jerarquía que regularan de forma diversa con carácter general esos mismos supuestos. Por otra parte, las leyes formales sólo pueden ser derogadas implícitamente por otra ley formal que se refiera al mismo supuesto de hecho o bien mediante una derogación expresa y específica de la ley formal; y cumplen, en todo caso, la reserva de ley. Cuando se trata de leyes autorizatorias, la ausencia de ellas vicia de nulidad el acto precisado de autorización. Una última precisión nos resta añadir: las leyes formales como cualquier otra ley, son infiscalizables por los Tribunales ordinarios, pudiendo serlo tan sólo por el Tribunal Constitucional, lo que abunda en el recelo con el que en general son consideradas, ya que quien detenta el poder puede sentir la tentación de trasladar al Parlamento decisiones que de otro modo, de ser adoptadas por reglamento, podrían llegar a ser anuladas por los Tribunales (Forsthoff, I. Otto, S. Martín-Retortillo y Ariño).

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