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En realidad, en la legislación española no existe base suficiente para defender que el establecimiento mercantil constituye un bien distinto de los elementos de que se compone. Una cosa es que esos elementos, una vez organizados, formen una «unidad patrimonial con vida propia» –según la expresión utilizada por la derogada Ley de Arrendamientos Urbanos(art. 3.1 del Texto Refundido aprobado por Decreto 4104/1964, de 24 de diciembre)–, una «unidad productiva» (en la terminología de la Ley Concursal: v., entre otros, art. 149) o, si se prefiere, una «unidad económica» que mantiene su «identidad» en caso de transmisión (art. 44.2 ET), y otra muy distinta que esa unidad constituya por sí misma un bien diferente y autónomo. La organización no crea un bien nuevo y separado de los elementos que la integran. Cierto es, sin embargo, que esa unidad económica de elementos materiales y personales no agota su significación en el plano de los hechos, sino que trasciende al Derecho: existen normas que reconocen la unidad meramente funcional del establecimiento (v., por ej., art. 291.I C. de C., arts. 12-1.º y 19 y ss. LHM, art. 592.3 LEC y art. 66 LSC y art. 70.2 LME), es decir, la unidad relativa del establecimiento que, en cuanto tal, puede ser objeto unitario de distintos contratos –como la compraventa y el arrendamiento– o de derechos reales –como el usufructo o la hipoteca mobiliaria– o ser objeto de embargo.

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