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6. Cada abogado tiene, pues, como función prioritaria, la de hacer cuanto esté en su mano por lavar una imagen que se ha deteriorado por culpa de algunos profesionales carentes de escrúpulos, cuando no insensatos, dedicados a situar su interés personal por encima del interés de su cliente. Luchar por el cliente con todas las armas lícitas es altruismo; pensar únicamente como meta en las ventajas materiales de la defensa de intereses ajenos es egoísta y censurable. La verdad es que no es necesario acometer grandes acciones a favor de la dignidad del oficio de abogado, pues las reglas de oro son sencillas y están al alcance de cualquier profesional honesto. La honestidad –dignidad, honorabilidad e integridad– es cualidad más rara de lo que debiera, en las sociedades contemporáneas, pero a la vez constituye un presupuesto indispensable para el ejercicio de la abogacía. Lógicamente, el abogado no tiene por qué ser un bienhechor o benefactor de la humanidad, entendidos los adjetivos en el sentido más literal de dispensador de beneficios generales. Extremo es el caso de Guido Foulques (1202-1268), el abogado laico que accedió al pontificado con el nombre de Clemente IV (1265-1268) y más conocido seguramente es el ejemplo del Patrón de Abogados Ivo Hélori o de Tréguier (c. 1250-1303), elevado a los altares por Clemente VI (1291-1352), como Saint Yves (San Ivo), en 1342. La abnegación, el sacrificio por los demás, la generosidad o la caridad son virtudes encomiables pero inexigibles al profesional que vive de su trabajo, después de muchos años de estudio y de dificultades para abrirse camino, en un medio social de durísima competencia a la que hay que vencer cada día.

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