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No es culpa de los abogados el insoportable grado de incertidumbre que la aplicación del Derecho sufre a comienzos del siglo XXI, desde luego en España, fenómeno achacable a causas distintas y de no sencilla jerarquización, pero innegable como fenómeno social generalizado. Esta realidad impide el desempeño de esa función de meteorólogo que los realistas norteamericanos asignaban al abogado, y que expuso Jerome Frank (1889-1957) con claridad en su obra Short of Sickness and Death; a Study of moral Responsability in legal criticism (1951), editada por CEAL, en 1991, con el más expresivo título de Derecho e Incertidumbre. Porque su tarea específica consistiría en predecir, a la luz de determinados elementos conocidos, la consecuencia de un efecto determinado No siendo relevantes el grado de humedad, la presión atmosférica o la dirección de los vientos para su función de meteorólogo, se debería fijar el abogado en el comportamiento de los jueces en el pasado para acertar su actuación en el futuro –que es lo que importa al cliente–, pero la verdad es que ese método está fatalmente obstruido por la movilidad de las leyes, por el personalismo –que no la independencia– judicial y, sobre todo, por los tiempos excesivos que discurren para decidir sobre la satisfacción del interés cuestionado, cuando muchos juzgados citan a juicio a los tres o cuatro años de presentarse la demanda, y cuando algún tribunal la resuelve siete u ocho después de que todo haya quedado visto para sentencia ¡para qué poner ejemplos que conoce cualquier propietario de una radio o televisión!…

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