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En realidad, el abogado no sería necesario si no existiesen conflictos de intereses entre los ciudadanos y así hay que interpretar la exclusión de los abogados en las imaginaciones utópicas de Thomas More (1478-1535), prestigiosísimo abogado, y de François Rabelais (c. 1490-1553), clérigo, pero criado y educado en el ambiente del bufete paterno, mereciendo la pena asomarse siquiera a la Utopia (1516) del primero y a la obra L’abbaye de Thélème [capítulos LII a LVII, del libro I de Gargantua y Pantagruel (1532-1534)] del segundo. Por ello el abogado aparece cuando alguien no sabe o no puede hacer por sí mismo aquello que, sin embargo, le resulta imprescindible para la defensa de sus intereses propios frente a otro u otros. Es entonces cuando acude a quien, por sus conocimientos técnicos y por sus dotes de persuasión, puede ayudarle, estableciéndose de esa manera uno de los binomios más bellos de cuantos ha creado la humanidad: el binomio que forman el necesitado de protección que pide (petitor) y el llamado o invocado (advocatus) para afrontar la necesidad ajena, intensa unión que se ha fortalecido con el paso de los siglos y que exige para su culminación los valores de la dignidad, de la honorabilidad y de la integridad.

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