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Por todo ello, en mi opinión, las críticas a la relación laboral especial de los abogados deben centrarse en la visible incoherencia que consagra, estableciendo primero el carácter fiduciario del vínculo y olvidando de seguido que las relaciones contractuales de esa naturaleza no pueden hurtar el reconocimiento del derecho de desistimiento ad nutum a ambas partes del contrato, tal y como ocurre en las relaciones laborales especiales basadas en la confianza entre las partes, así en la relación laboral especial de alta dirección, ex art. 11.1 RD 1382/85, y en la relación laboral especial de empleo en el hogar, ex art. 10.2 RD 1424/85, inicialmente, y ex art. 11.3 RD 1620/11, en la actualidad. Ciertamente una relación de esta naturaleza, en la que al carácter fiduciario se une la singularidad del ejercicio profesional de la abogacía, debería haber conferido prioridad al contrato de trabajo celebrado entre el bufete empleador y el abogado trabajador, regulando pues las fuentes de determinación de las condiciones de trabajo bajo el modelo del art. 3.1 del RD 1382/85, y no bajo el modelo del art. 3.1 ET, para someter el régimen de derechos y obligaciones de las partes a la autonomía de la voluntad individual, con estricto respeto de los derechos constitucionales y de los mínimos imperativos dispuestos en la norma reguladora de la relación laboral especial de los abogados. Pero, en el modo en que queda fijado el sistema de fuentes, bajo el art. 2 RD 1331/2006, no solo es aventurable una arriesgada tensión –digamos, con excesiva desenvoltura, “obrero-patronal”–, una retracción de los titulares de los bufetes pequeños a la hora de incorporar abogados por cuenta ajena a su actividad profesional e, incluso, y lo que es más grave, una relativización de los principios fundamentales de libertad, independencia y secreto profesional en el ejercicio de la profesión.

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