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La función social del abogado ha sido, es y no podrá dejar de ser nunca la de defender a sus clientes aplicando el Derecho. Sin Derecho no hay sociedad armónica posible y sin abogados no puede haber Derecho que merezca ese nombre. Esa convicción cuenta con siglos de tradición y se extrema progresivamente más y más a medida que el Derecho adquiere dosis de prolijidad y de complejidad nunca antes concurrentes, ni siquiera imaginadas, aspecto tan notorio que excusa del esfuerzo de cualquier demostración. Las corporaciones profesionales suelen caracterizar la función del abogado como una función social, de defensa de un ideal de justicia, en tal caso mediante la colaboración en la administración que de la misma realizan los jueces y tribunales y, subordinada a ellos, otros órganos no jurisdiccionales del Estado. Desde luego no hay ninguna razón para no aceptarlo a título de finis operis porque, a título de finis operantis, la función del abogado es inevitablemente individual, en el círculo privado del interés asimismo privado que el cliente le confía. Discutible la forma de expresarlo, pocas dudas caben acerca de que el Derecho es la previsión de los conflictos desencadenados por la defensa de los intereses propios y la voluntad de apaciguarlos por los cauces y procedimientos establecidos, nada de lo cual es posible sin la intervención del abogado, el auténtico valedor de los intereses individuales que le son confiados y artífice con su intervención de la solución de los conflictos de esa naturaleza. Esta es, por otra parte, la nota dominante en el concepto legal de abogado y, de ese modo, el art. 436 de la LOPJ centra la definición de aquél en la “defensa de las partes en toda clase de procesos, o el asesoramiento y consejo jurídico” e idéntico elemento se destaca, literal y coherentemente, en el Estatuto General de la Abogacía Española.

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