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Este modelo descriptivo del funcionamiento ideal del tráfico patrimonial, articulado a través de muchas empresas perfectamente autónomas, es un esquema teórico que pocas veces coincide con la realidad. No ya, ni principalmente, porque esa constelación atómica de operadores independientes se ha ido convirtiendo en una articulación distinta más bien de tipo molecular, que, como la estructura de las proteínas, nos ofrece progresivamente la imagen de cadenas y redes de empresas que contradicen el segundo postulado. Más importante es el dato de que tales empresas compiten entre sí no sólo (ni principalmente) por sustitución, sino que, contra lo que predica el primer postulado, lo hacen muy a menudo por diferenciación y, en lugar de multiplicar el número de operadores, lo que multiplican son los procesos de concentración, articulando si pueden barreras de entrada que vienen a contradecir el tercero.

A la vista de la falta de correspondencia real del modelo descrito, compete al Derecho, a través de la disciplina de la actividad publicitaria, mediante el establecimiento de la exclusividad de ciertos signos distintivos e invenciones merecedoras de protección, asegurar la parte legítima de aquella diferenciación e innovación, sin mengua de permitir la multiplicación, la copia o la imitación, allí donde el reconocimiento de falsos derechos absolutos o la proliferación de exclusivas comerciales e industriales discutibles empobrece las alternativas del consumidor, sin evitar suplementariamente el riesgo correlativo de generar comportamientos parasitarios o desleales, que también han de ser corregidos. Al ordenamiento corresponde también suprimir las barreras gremiales, las corporativas y las conseguidas por los grupos de presión, abriendo mercados en otro tiempo configurados a modo de clubs de amigos del colegio (en ocasiones verdaderos nidos de «iniciados») a mayores cotas de competencia, imponiendo como primera medida deberes de transparencia que aseguren la necesaria igualdad entre los concurrentes y la buena información del público en general, al que, de otra parte, debe protegerse frente al fraude de los desaprensivos, sancionando la responsabilidad del fabricante y también las de quienes diseñan y comercializan, con folleto o sin él, productos defectuosos o instrumentos financieros engañosos. Sólo así nos acercaremos efectivamente a un modelo concurrencial, si no perfecto cuando menos practicable (workable competition), que el mercado por sí mismo no siempre produce ni acierta a garantizar y que, en consecuencia, el Derecho tiene que promover o restaurar mediante la defensa de la competencia (control de concentraciones, prohibición de prácticas colusorias y abusos de posición dominante) y, también, en su caso, mediante la regulación suplementaria de ciertos mercados sometidos, como los de valores, a fallos congénitos (por razón de asimetrías informativas, selección adversa, mayor peso del «riesgo moral» u otras externalidades negativas). Será únicamente entonces cuando el modelo podrá llegar a alcanzar un grado de funcionamiento relativamente eficiente, resolviendo de manera más justa los excesos del poder económico y proporcionando, a la postre, la satisfacción del bien público.

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