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La función del contrato es, en definitiva, la misma en el tráfico civil y en el mercantil; no es extraño por ello que las normas reguladoras del contrato como fuente de las obligaciones hayan de buscarse en el Código Civil, tal como dispone el artículo 50 del Código de Comercio. En nuestro ordenamiento, en el que, a diferencia de lo que sucede en otros sistemas, no se ha procedido a la unificación del Derecho de obligaciones y contratos, la mayoría de los contratos regulados en el Código de Comercio lo están también en el Código Civil. Por eso es necesario hacer la distinción entre contratos civiles y mercantiles. En el plano positivo esta cuestión, sin embargo, no resulta fácil de afrontar cuando se parte –como sucede en nuestro Código de Comercio (art. 2)– de una concepción objetiva del Derecho mercantil (Derecho de los actos de comercio sean o no comerciantes quienes los realizan) y no es posible llegar, como vimos en su momento, a una noción positiva unitaria del acto de comercio. Hemos de recordar, no obstante, que a pesar de la declaración formal recogida por el Código en el precepto citado acerca de la tendencia hacia la objetivación del Derecho mercantil, el mismo Código no ha podido sustraerse a la realidad práctica de un Derecho mercantil concebido como un Derecho del comerciante que ejerce su actividad profesional y organizada en torno a la creación de un mercado de bienes y de servicios. El propio articulado del Código, al establecer, en buen número contratos mercantiles, la participación de un comerciante como requisito necesario para que puedan ser calificados como tales actos mercantiles, está traicionando la concepción objetiva en que ha pretendido inspirarse.

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