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El deslizamiento demográfico y electoral de las democracias a favor de los pensionistas (mayores de 65) se inicia ya a finales de la década de 1980; lo que presiona en la redistribución de las políticas sociales y contribuye a situar la cuestión de la dependencia asociada al envejecimiento de la población en el centro del debate político, económico y social.
En la década de 1990, países europeos con sistemas de bienestar corporativos comienzan a centrar su interés en la gestión de la dependencia, aumentando el peso de esta política en los presupuestos públicos, orientados a manejar el poder electoral de los pensionistas.
Dada su envergadura, los sistemas públicos de pensiones se presentan como un elemento central en la cohesión social y en la legitimación política (Rodríguez-Cabrero, 2020). En este escenario, no es de extrañar el peso extraordinario de los pensionistas en el censo electoral de las democracias avanzadas; lo que les confiere una especie de veto electoral a cualquier intento de corregir el sistema de redistribución en contra de sus intereses (González, 2005; González y Requena, 2008: 119), pero también a ubicar la cuestión de la dependencia en el centro del debate público y en el corazón de los derechos sociales.