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El Pacto verde europeo, que fue la carta de presentación de la nueva Comisión Europea que comenzó su andadura en diciembre de 2019, constituye una estrategia de refuerzo progresivo de toda la legislación comunitaria europea no sólo en materia de energía y clima, sino ambiental en su conjunto, con el objetivo último principal, aunque no único, de alcanzar la neutralidad climática en el ámbito de la Unión Europea en 2050ssss1.

En lo que ahora importa, esta estrategia destaca por incorporar desde sus primeras líneas una clara referencia, más contundente que hasta entonces y mantenida con reiteración a todo lo largo de su contenido, a la necesidad de que la transición europea hacia una economía climáticamente neutra se produzca de una manera “justa y socialmente equitativa”, “sin dejar a nadie atrás”, y por diseñar instrumentos concretos para alcanzar este objetivo, fundamentalmente el “mecanismo para una transición justa” del que ahora hablaremosssss1.

Nada tiene de extraño, en realidad, que una estrategia que contiene unos objetivos sumamente amplios y ambiciosos, que aspira a alcanzar de manera gradual, pero con progresos inmediatos y exigentes, y que se autodefine como “pacto”, ponga un énfasis hasta ahora desconocido en la “justicia” de la transición, consciente de que, como también se señala con reiteración en ella, el logro de esos objetivos requiere un alto grado de aceptación socialssss1.