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De momento debemos valorar los resultados logrados, que son enormemente satisfactorios por encima de cualquier otra consideración y suponen en ese sentido un progreso sin paliativos en los ambiciosos objetivos comunitarios y nacionales. En el caso español es preciso felicitarse por los compromisos como Estado en dar cumplimiento a las exigencias comunitarias que, por otra parte, evidencian cómo, pese a la complejidad y las singularidades de nuestro ordenamiento –y los limitados mecanismos de cooperación y cooperación utilizados– se han superado todos los inconvenientes de modo favorable, contribuyendo a ello todos los poderes públicos implicados, a través de las respectivas políticas concernidas. En otras palabras, las distintas instancias públicas han actuado con corresponsabilidad y cada una de ellas ha posibilitado en sus ámbitos competenciales un funcionamiento más que razonable en la misma dirección. No es tan evidente, a nuestro juicio, que otros efectos asociados (como la creación de empleo y sobre todo la mejora de la cohesión social) hayan progresado, poniendo de este modo en tela de juicio los supuestos beneficios socioeconómicos. En ese sentido, suscita una cierta perplejidad que, en tanto grandes espacios de suelo agrícola o baldío, o de montes, cerros y oteros, están ya ocupados por islas de relucientes placas solares o de altos aerogeneradores, los municipios en los que localizan (salvo excepciones, quizás algunos de Extremadura) no hayan resurgido de su ostracismo en estas dos décadas, a pesar de las inversiones económicas realizadas por los promotores o del supuesto aumento de la población dedicada a su instalación y mantenimiento.

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