Читать книгу Violencia de género: retos pendientes y nuevos desafíos онлайн
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Para intentar intervenir, y salvar la vida del nacido o de la esposa – quizás más bien lo primero que lo segundo–, existía en la antigua Roma la figura de las comadronas u obstetrices, que ayudaban en los partos –los médicos acudían en escasas ocasiones–. Sobre su labor encontramos información en el primer tratado de ginecología, que data del siglo II d. C., y que fue escrito por el médico Sorano de Éfeso. Esta obra, titulada “Libro de enfermedades de las mujeres– Gynaikeia”, se tradujo al latín en el siglo IV d. C., conteniendo cuatro tomos, y siendo el tercero el relativo al parto. Gracias a este conocemos que el principal instrumento utilizado por las mismas en la fase de expulsivo era la silla de parir, que tenía respaldo, brazos, y una forma entrante en la zona del canal del parto que permitía la salida de la criatura. Además, contaba con unos tableros a los lados, que no en los frontales y traseros, lo cual permitía a las obstetrices realizar las maniobras que entendieran como necesarias. No obstante, cuando se trataba de una parturienta de familia de pocos recursos, la susodicha silla era sustituida por una persona de confianza, y que tuviera la suficiente fuerza para mantenerla en su regazo, con las piernas abiertas. A la comadrona principal la acompañaban otras dos a los lados y una a las espaldas de la silla, las cuales solían agarrar a la mujer si era necesario. Si ninguna de estas maniobras surtía efecto, el bebé podría encajarse, lo cual obligaba a efectuar intervenciones más invasivas. La cesárea, sin embargo, no solía realizarse en vida de la mujer, puesto que conllevaba un grave peligro de muerte por hemorragia o infecciones. A este respecto, la Lex Caesarea establecía que, cuando una mujer moría durante las últimas semanas de embarazo, se llevara a cabo dicha práctica, para intentar salvar la vida del nasciturusssss1.