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Pasaron los días y meses, y nadie notó la ausencia de aquella pareja inseparable por aquel lugar. Incluso en el bar de Basilio tampoco echaron de menos al pedigüeño de Galindo. Tal vez, alguien algún día preguntaría: «Oye, hace tiempo que no vemos a aquel tímido y bien educado mendigo que andaba por aquí con su perro, ¿verdad? Sabe Dios dónde estarán…».
La señora Amelia, desde que Galindo se marchó, no volvió a pisar la esquina de Flor Alta. Recibió una carta en la que él agradecía toda la ayuda y el calor que recibió cuando cruzaba los peores momentos de su existencia.
Mi estimada señora Amelia:
Cuando me alejé de su casa, creí que mis fuerzas iban a fallarme, pero me armé de valor y de alguna forma sus palabras fueron mi guía. Con mi ligero equipaje, caminé hasta el punto donde iba a comenzar mi viaje hacia Fuenmayor. Presté atención a lo que me dijo cuando me entregó aquella carta cerrada: «Ábrela cuando estés viajando y fuera de Madrid, antes no». Respetando su deseo, así lo hice. Mi memoria siempre retuvo aquellas maravillosas frases, las que dieron tanto empuje a mi falta de fe. Hoy en esta las escribo, deseo que las recuerde: