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La señora Amelia le indicó al taxista que los llevara a calle Minas, 3.

La reunión de nuevo con su perro Capulino fue de lo más enternecedora. Galindo, arrodillado, lo abrazó y acarició suavemente, mientras la señora Amelia, unida a su estimado vecino, observaba de pie aquel maravilloso reencuentro.

—Venga, le voy a mostrar su habitación. Si lo desea puede asearse y después cenaremos todos, incluido mi amigo y vecino Vicente, al que acabo de presentarle, para celebrar este día tan especial.

A la mañana siguiente y después del desayuno, la señora Amelia quiso dar un paseo por los alrededores como de costumbre lo hacía, y esta vez con más razón, pues Capulino necesitaba salir. Caminaron durante un buen rato y de vuelta, sentados en un banco público situado en una plaza cercana a calle San Bernardo, Galindo comenzó a narrar el curso de su vida. Lo hizo sin omitir detalles, sabía que la señora Amelia lo escuchaba muy atenta y él creyó oportuno hacerlo en los primeros momentos de su estancia en aquella casa. Significaba mucho deshacerse de esa pesada carga que arrastró durante años y a medida que iba hablando, sentía una sensación de libertad y sosiego. No podía saber la reacción de la señora una vez terminado su relato, pero cuando la miraba a los ojos percibía paz y tranquilidad, y esa sensación de ternura solo la recordaba en la mirada de su madre.

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