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—Ya lo sabrás cuando llegue el momento —respondió Nina.

—¡Vaya! ¿Ni una pequeña pista? —pregunté con un gesto incitador.

Me miró de nuevo, sonrió, se acercó a mí y, antes de que me diese cuenta, sentí sus labios sobre los míos.

—¿Te vale esta? —preguntó mientras me clavaba sus ojos.

Aquel beso acabó con mi diversión. Me di cuenta de dónde me estaba metiendo con mis coqueteos. El temor despertó de nuevo mis fantasmas mientras trataba de asimilar su directa y estimulante provocación a la vez que iniciaba otra cobarde retirada.

—¿Dónde decías que te acompañase? Lo digo porque se nos va a hacer tarde.

—¡Qué sutileza! —dijo Nina tras soltar otra carcajada—. Anda, vámonos, pero algún día tendrás que dejar esas inútiles huidas.

Ya no respondí. Caminé flotando junto a ella hasta llegar a una pequeña tiendecita, varias calles más allá de la plaza. Era una de esas tiendas típicas con hierbas, ungüentos y jarabes, así como talismanes, muestras de minerales, velas, inciensos y caracolas. Tenían esas enormes caracolas que tanto me habían fascinado en casa de mis abuelos.

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