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No era cómodo compartir con los mayores del grupo. Solían hablar temas que ella desconocía y quedaba excluida y arrinconada. Entre ellos competían como felinos por su presa. Se gritaban si no se alcanzaba un acuerdo, golpeaban la mesa, aleteaban con gestos intimidantes. El jefe de grupo amenazaba con renunciar y terminaba por abandonar la sala si alguno lo contradecía. El padre Pedro solía convencerlo de volver y disponerse a negociar. Entonces se retomaba el hilo que él cortaba.

La reunión, al menos esta vez, sería en su casa de campo.

Hoy, eso, la aliviaba.

Intentaba organizar su cuerpo que extrañamente ni esa mañana ni esa tarde respondía a su esfuerzo. La pupila no regulaba bien la entrada de la luz. Y el sol parecía más brillante que de costumbre. Los brazos pesaban y tiraban del cuello. Las piernas querían estar plantadas como si ella fuera un árbol y no un mamífero deambulador, le costaba moverse. Las voces le parecían lejanas y ella misma parecía estar en otro lugar, como si ella y su cuerpo no fueran la misma cosa.

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