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Caían lejos, sobre otros planos.
Lejos. Como sonidos de otro lenguaje. Sin lograr decodificarse.
En el almuerzo hubo buen humor, anécdotas y risas. Al final del día se acordaron modificaciones al boletín que ahora incluirá una editorial del jefe de grupo. Además, sería obligación de cada grupo escribir dos columnas de reflexión social. Se incluiría la figura de una secretaria de grupo. Se invitaría a una chica de quince años con la que la mejor amiga de la hija mayor no era cercana. Era de un colegio que no conocía, de un barrio con olor a parafina y de costumbres extrañas como pintarse las pestañas con betún de zapato o dormir en el altillo del taller mecánico del padre. Además, en las fiestas le gustaba besarse con más de un chico por noche. La mejor amiga de la hija mayor prefería amigas más tranquilas.
Más puras, se decía a sí misma.
Se decidió invitarla a este grupo como una forma de encauzarla. Para contener sus desvaríos, según sugirió el padre Pedro.
La reunión transcurrió como siempre con los tres que más hablaban y los demás que callados acataban. El jefe de grupo era hombre de aspavientos y con el temor que infundía aceleraba los acuerdos, especialmente en los proyectos que él mismo proponía.