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El año escolar terminó con un buen promedio para ambas amigas. “La hicimos bien”, dijeron chasqueando sus manos, intentando conservar algo de la amistad que las unía los años anteriores.

Estudiar y empeñarse tenía recompensa. Al menos esa relación causa-efecto funcionaba y daba seguridad. Se agradecía una lógica donde seguir apoyándose.

Ahora venía el mes de la Acción Social anual. Esta vez en una zona forestal al sur del país. Se decidió atender a los pobladores de varios villorrios dispersos entre las laderas de la montaña. El grupo de Acción Social educativa trabajaría con los niños y sus padres en las escuelitas rurales. Se organizarían competencias deportivas, talleres de canto, pintura, costura y cocina para niños y padres.

Cuando la mejor amiga de la hija mayor cumplió quince años, el jefe de grupo la propuso como nueva monitora. Ella supuso se trataba del reemplazo a la renuncia, a último momento, de la monitora anterior. Era confiable y responsable y dispuesta a tener su propio grupo. Estar a cargo la entusiasmaba y le daba ganas de vivir. Algo bueno estaba ocurriendo. Sería monitora de un grupo ese verano.

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