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3 de marzo
Protégeme del éxito
“Pero no os regocijéis de que los espíritus se os sujetan, sino regocijaos de que vuestros nombres están escritos en los cielos” (Luc. 10:20).
El éxito puede ser mucho peor que el fracaso. Imagina que te pasas la vida persiguiendo tu propia gloria y tienes la “desgracia” de ser exitosa en esa tarea. Imagina que logras que la gente te aplauda y te admire, pero, en lugar de crecer a semejanza de Cristo, te hinchas de orgullo. ¡Sería una tragedia!
Charles Spurgeon, el notable predicador inglés del siglo XIX, creía que muy pocas personas podían ser exitosas sin envanecerse. “Hay muy pocos hombres que pueden tolerar el éxito. ¡Nadie puede lograrlo a menos que reciba gracia abundante! Y si, después de un poco de éxito, empiezas a decir: ‘Ahora sí soy alguien. ¿No lo hice bien? Estos pobres viejos no saben cómo hacerlo. ¡Les enseñaré!’, deberás volver al último puesto, hermano; ¡todavía no puedes tolerar el éxito! Está claro que no puedes soportar los elogios”.
Nuestra cultura nos dice que el éxito consiste en sobresalir, en ser famosas, ¡pero esto no es nada nuevo! Una de las razones por las que los pobladores de Babel construyeron la torre fue para hacerse notar (Gén. 11:4). Dios, en su misericordia, a veces hace que abandonemos nuestras torres a medio construir. En su compasión, Dios nos regala el fracaso para evitar que pasemos la vida buscando nuestra propia gloria, para evitar que invirtamos cada uno de nuestros latidos en obtener una corona de laureles que se marchita.