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¿Cómo entender que Rut, la moabita, haya dejado atrás su tierra, sus parientes, sus raíces, sus dioses... y todo, por amor a su suegra? Todos recordamos sus palabras: “No me ruegues que te deje y me aparte de ti, porque a dondequiera que tú vayas, iré yo, y dondequiera que vivas, viviré. Tu pueblo será mi pueblo y tu Dios, mi Dios” (Rut 1:16). No parece haber lógica en su decisión, pero esas son las cosas extrañas del amor.
Ya puedes imaginar el siguiente ejemplo. ¿Cómo pudo Dios enviar a su Hijo a este mundo, a sabiendas de que sería maltratado, humillado, salvajemente golpeado y finalmente crucificado? ¿Puede alguien, por favor, explicarlo? ¿Puede alguien entender cómo es que, a pesar de que somos pecadores, tú y yo seamos llamados hijos de Dios?
No hay manera de explicar este misterio. Sin embargo, hay al menos dos cosas que podemos hacer. Una, es aceptar por fe el hecho de que “Dios muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros” (Rom. 5:8). Es decir, aceptar que, por amor, Dios pudo ver en ti y en mí lo que nadie más había visto: seres de tanto valor como para justificar el sacrificio de Jesús, nuestro Señor.