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¿Cómo establecer esa relación personal con el Creador, de modo que la verdadera felicidad sea una realidad en nuestra vida? Leamos nuestro texto de hoy. Ya en la primera línea leemos lo que bien podríamos calificar como buenas noticias. Hablando al pueblo de Israel, al que recién ha liberado de la servidumbre egipcia, el Señor dice: “Yo soy tu Dios”.

¡Qué interesante esta manera de presentarse! Recordemos que los hijos de Israel estuvieron en Egipto durante unos cuatrocientos años. Decir “Egipto” es decir “idolatría”. Sabemos que los egipcios adoraban a toda una hueste de deidades: seres vivos, elementos de la naturaleza –como era el caso del Nilo y los astros–, y seres humanos, como el faraón. Lo que esto significa es que, como bien lo señala Andy Stanley, al salir de Egipto el pueblo de Israel no tenía la más mínima idea de un Dios personal; mucho menos cómo relacionarse con él personalmente.

Sin embargo, Dios les dice: “Yo soy tu Dios”. Decir “tu Dios”, obviamente, ya implica una relación. Es así como el Creador, el Soberano del universo, escoge a los hijos de Israel como su pueblo, y los convierte en el objeto de su cuidado y de su devoción, sin que ellos hubieran hecho nada en particular para merecer ese privilegio.

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