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La primera es que ninguno de nosotros está exento de errores. Aun los gigantes de la fe tuvieron sus caídas; unas estrepitosas, como la de David; otras, inexplicables, como estas del patriarca Abraham.
Una segunda lección es que, después de sus caídas, estos héroes de la fe no permanecieron en el suelo. De David dice la Palabra que llegó a ser un varón conforme al corazón de Dios (ver Hech. 13:22). A Abraham, por su parte, Dios lo llama “mi amigo” (Isa. 41:8). De alguna manera, sus fracasos los ayudaron a depender cada vez más del Padre celestial.
Finalmente –y esta parece ser la lección más valiosa–, a pesar de que Abraham manifestó desconfianza al mentir con respecto a su verdadera relación con Sara, Dios en ningún momento lo abandonó. No solo protegió a su esposa, sino también dejó muy en claro que el patriarca, a pesar de su error, continuaba siendo su representante (ver Gén. 20:7).
Si, al igual que yo, has dado pasos equivocados, recuerda que nuestro Dios es “perdonador, clemente y piadoso, tardo para la ira y grande en misericordia”. No importa cuán bajo hayas caído, él nunca te abandonará.