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Según las Escrituras, apenas se produjo el sorpresivo ataque, Moisés dio órdenes precisas a Josué para repeler a los amalecitas, mientras él y Aarón intercedían por el pueblo. Al final, el resultado fue que “Josué deshizo a Amalec y a su pueblo a filo de espada” (Éxo. 17:13).

Pero el asunto no termina ahí. La malvada acción de los amalecitas no solo quedaría registrada, sino también a su tiempo sería castigada: “Escribe esto”, le ordenó el Señor a Moisés, “para que sea recordado en un libro, y di a Josué que borraré del todo la memoria de Amalec de debajo del cielo” (vers. 14).

¿Por qué esa sentencia tan dura sobre Amalec? Porque el brutal ataque, además de desafiar directamente el poder de Dios, se perpetró sin ninguna compasión sobre la gente más indefensa del pueblo; y eso Dios no lo podía ignorar.

La lección es contundente: quien daña a los hijos de Dios, especialmente a los más débiles, toca a “la niña de sus ojos” (ver Zac. 2:8). Y aunque él es Dios “misericordioso y piadoso [...] de ningún modo tendrá por inocente al malvado”. Que Dios nos libre de causar daño intencionalmente a uno de sus hijos; ¡pero que además otros se cuiden de hacernos daño, porque también nosotros somos hijos del Altísimo!

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