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Decidiste mantenerte pura, solo dejarías que te sedujera alguien igual a ti, alguien como tu “amada protectora”. Por eso te conoció limpia, inmaculada como una virgen. Por eso sus brazos fueron digna guarida tuya.

Inés ganó la palma del martirio por mantenerse firme ante la decisión de consagrarse únicamente a su Señor rehusando entregar su pureza a hombre alguno, aun cuando esto le costará la vida. Tú ganaste la misma palma, pero con doble mérito, no solo renunciaste a los varones sino al amor más grande de tu vida, más grande aun que el que dejabas entrever en tus versos: tu amor al conocimiento.

No conforme con esto, querías agregar algo más a este nombre, tenías que despistar al enemigo. Juana Inés no era suficiente, para los inquisidores hipócritas como tu confesor nada es suficiente. Había que darle a tu nombre solamente un toque de santidad, de distinción. De la Cruz, como san Juan el escritor, al que se representaba siempre con un libro y una pluma entre sus dedos. Esos eran los atributos por los cuales se reconocía a este santo, y los mismos por los que tú querías llegar a serlo.

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