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En ese momento, ya toda revestida, coronada de rosas como la más bella de las novias, se te presentaban más dilemas. ¿Con qué nombre quería ser conocida a partir de ese momento la nueva esposa del Señor? ¿Cómo iba a ser llamada de entre sus hermanas?
Querías renacer, empezar desde la nada, y pare ello era necesario un nuevo nombre.
¡Inés! resonó en tu mente. Sí, seré Inés, porque nunca permití ni permitiré que hombre alguno violente con sus apetitos sexuales mi cuerpo que es templo y guarida de sabiduría. ¡Eso nunca! Ningún hombre podrá lograr que yo mude los libros por ocuparme de tener hijos y criarlos. ¡Jamás! No seré objeto, mercancía barata, simple moneda de cambio para los intereses de unos cuantos, como me está destinado si permanezco más tiempo en la corte.
Pobre de ti, Juana. Ser esposa o monja eran las únicas veredas que se te presentaban por tu condición de bastarda, y al igual que santa Inés se rehusó a cumplir la sentencia de prostituirse, tú también renunciaste a la lisonja de la vida cortesana porque sabías que, al igual que aquella, tú también ibas a estar condenada.