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La habitación estaba oscura, solamente una vela alumbraba a media luz el retrato que Sor Juana le había regalado en aquella despedida y que colgaba en una de las paredes que daba frente a su cama, desde ahí la monja la observaba.

“¡Ha muerto!, Juana ha muerto.” repetía consternada doña María Luisa.


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Injuria sería para mi esposo que yo pretendiera agradar a otro. Me entregaré solo a aquel que primero me eligió. Santa Inés

En el pecado llevarías la penitencia, pues en el nombre que eligieron tus padres ya se encontraba el estigma que te marcaría por siempre. No conforme con ello te encargarías de añadirle aun más fuerza, un mayor significado, cuando decidiste ante el altar de san Jerónimo agregarte el: Inés de la Cruz, aquel día en que te convertiste en la esposa mística del Señor.

¡Juana! Con cuánta emoción descubriste este nombre entre el inmenso volumen de “vidas ilustres” de caballeros y nobles damas, algunos casi santos, que se encontraba empolvado en la biblioteca de tu abuelo, en la cual te escabullías sigilosamente por las noches; era tanta tu curiosidad por los libros y lo que ellos podrían contarte, que te atreviste a cometer tu primer pecado. El primero de muchos que, por esa misma causa, habrías de seguir cometiendo.

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